Tú también guardas silencio
por Eduwigis De Sixto
por Eduwigis De Sixto
Tú también guardas silencio
por Eduwigis De Sixto
Hoy hace dos años desde que nos vimos por última vez, lo sabes por la fecha del mensaje que te dejé aquel día, ese que lees y relees cada noche en voz alta mientras te embriagas apenas llegas de tu flamante empleo.
—«Tengo algo que decirte. ¡Te quiero!» —escribí, seguido de un corazón y una carita de gato.
Deslizas los dedos por la pantalla, miras mi número y acaricias mi nombre. Estás delgado, tus manos lucen más alargadas que de costumbre, se pueden notar los huesos de tus falanges mientras empiezas a escribir algo que parece una disculpa, pero lo borras. Sabrá Dios cuántas veces lo has intentado desde que no estamos juntos. Te sientes culpable por las últimas palabras que dijiste. Fuiste duro conmigo.
—¡Estaba enojado! — mascullas.
Le das un largo sorbo al vodka porque ya no queda vino caro que tomar y tragas como si no hubiera mañana. Te reprochas en silencio. Miras la elegante mesa y frunces los labios. Aprietas la botella como si quisieras reducirla a nada y haces la finta de lanzarla hacia la ventana. Ves tu imagen en el cristal que deja escurrir las gotitas de lluvia que juegan a caerse una tras otra distorsionando tu rostro y sientes pena de tu reflejo.
—¡Idiota! —te insultas, bajas la botella y la apuras nuevamente a tu boca.
Ya no queda nada, has bebido el ultimo trago. Miras la botella vacía y la sueltas, cae al suelo, pero no se rompe, rueda por el piso y la miras como si la aborrecieras, le lanzas una patada y sale disparada hacia no sé dónde. Te encoges y emites un rictus de dolor. Tienes los dedos adormecidos, la desnudez de tus pies y el frío del piso cobran factura. Lanzas un quejido que ahogas en los labios, aprietas los ojos, los dientes, y el alma… Te retuerces de dolor, pero ya no sabes que duele más, si el dedo que te rompiste o el recuerdo de mí.
Te tumbas en el silloncito que me regalaste en navidad el día que me pediste que viviéramos juntos. Pasas las manos por el terciopelo azul y pintas en tu mente mi rostro emocionado y a ti frente a mí, extendiendo los brazos para abrazarme. Éramos tan jóvenes. Empezábamos a vivir.
—¡Estaba llorando! —te reprochas.
Yo no dije nada, pero lo sabias, por eso me abrazaste así. Lo oíste de mi madre cuando vino a reclamarte.
—«La niña se peleó con su padre» —dijo.
Las lágrimas ahogaron sus palabras, pero fuerte como es ella, tragó grueso y con la voz quebrada te dijo:
—«Cuida a mi niña, ella te eligió a ti».
Aprietas los ojos, pero una notificación te saca de tus recuerdos, miras, pero no le das importancia.
—¡Ella te eligió a ti! —repites.
Azotas los puños contra la pared, te revuelves, lloras y pataleas como niño, de tu boca se escapa un chillido que contienes con las manos, y te dejas ir.
—¡Qué importa! ¡Que me escuchen! —gritas.
Te largas al cuarto y revuelves mis cosas, tiras todo lo que encuentras y miras la libretita que hacía de diario, esa donde escribía notitas que no te atreviste a leer porque tienes miedo de ver lo que ya sabes. Te pasas las manos por la cara y la estrujas como si fuera un trapo y empiezas a leer. Te saltas las páginas y lees lo primero que miras. Luego ves un papelito doblado en cuatro escondido en la solapa y lo sacas, lo desdoblas y lo dejas caer.
—«Positivo» —dice.
—«Tiempo de gestación: cuatro semanas» —Ojeas con furia la libreta, paseas la mirada por las notas que escribí y te detienes.
—¡Embarazada! —lees en voz alta.
—«Tengo miedo» —dice una frase que escribí con letra muy pequeña.
—«Estoy feliz, pero tengo miedo» —apuras los ojos que van de un lado a otro buscando algo que te aclare las dudas y lo encuentras…
—«Tienes que comer» —lees desesperado.
—«Dice la doctora que tengo desnutrición, que si no como bien voy a perder a mi bebé» —continuas.
—«Ni siquiera le he dicho, no quiero ilusionarlo porque si lo pierdo le va a doler en el alma». «No tiene un trabajo fijo, hace lo que puede». «Estiro el dinero, pero… no alcanza» —buscas la fecha.
—¡Dos de mayo! —lees.
La hoja está manchada, lágrimas supones. Ese día me gritaste horrible, te molestó que soltara el sartén con los frijoles refritos y me gritaste.
—¡Puta madre! ¡Pinche idiota! —dijiste a gritos y te largaste.
Me puse enfrente porque quería disculparme, pero me hiciste a un lado y no regresaste en toda la noche.
—«Soy una tonta, una idiota como dijo. Nunca me había gritado» —lees en voz alta. Se te escapa un sollozo y sigues.
—«Tiré lo único que teníamos para comer. ¡Se me resbaló! ¡Lo siento! Pero no he comido desde ayer».
—¡Se quedó sin cenar! —recuerdas y chillas.
Descompones el rostro, vienen a tu mente los otros días, y ahora te sientes el peor del mundo. Pasas las hojas como autómata y regresas a ese dos de mayo, miras la siguiente hoja, paseas la mirada y lees en un susurro.
—«No te mueras mijito, ya me comí todos los frijoles del piso, me comí mis dos tortillas y las dos de tu papá». «¡No te mueras!». «Adrián nos va a llevar al hospital, espera bebé, espera» —sueltas un alarido lastimero y gritas de dolor.
Te derrumbas, viene a tu mente lo furioso que estabas cuando regresaste, porque después de que te fuiste, los amigos que no te ayudaron cuando necesitabas te mandaron un mensaje escandaloso y una foto donde Adrián me abrazaba. Regresaste a casa emperrado.
—¡Lárgate puta! —dijiste llorando de rabia mientras me sacabas a empujones. — ¡Eres una puta! ¡Tu padre tenía razón! —gritaste, y me dolió en el alma…
Abrazas mi diario, chillas desesperado, miras tu celular y lees una vez más el último mensaje que te mandé aquel día.
—«Tengo algo que decirte. ¡Te quiero!»
No lo leíste porque estabas preocupado. Se te había acabado el contrato y no te renovaron, aun cuando rogaste llorando. Ese día estabas exhausto, pasaste toda la tarde llenando solicitudes, y cuando llegaste a casa, te sentías tan miserable que no te fijaste que estaba blanca como la sal, que tropezaba sin razón alguna y que cuando me acerqué a darte un beso me dejé caer en tus brazos porque estaba tan débil que estuve a punto de desvanecerme.
—¡Estabas tan flaca! —recuerdas.
Te dejas caer al suelo y chillas, te insultas. Pateas el piso y te golpeas el rostro con el puño cerrado.
—¡Ese día me ibas a hablar de mi bebé! —gritas gimiendo.
Y temblando de miedo, dolor y arrepentimiento, marcas mi número. Uno, dos, tres timbrazos que se sienten eternos. Y recibo la llamada, pero guardo silencio.
—P…perdóname, mi amor… —dices, con la voz entrecortada, el corazón roto y el rostro destrozado.
Y mientras nos escuchamos llorar, uno al otro, tú también… guardas silencio.